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Daniel Martínez González (CIESAS Peninsular)

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“[…] no existe una sola sociedad cuya
historia haya naufragado por completo.”
F. Braudel, 1970.

Dentro del universo escrito y pintado de los pueblos indígenas mesoamericanos anteriores al encuentro y confrontación con el mundo Occidental, sabemos por las relaciones de cronistas e historiadores de Indias (e. g. Anglería, 1964, II: 424-26), y por las reminiscencias mismas del legado documental existente del México antiguo, de la elaboración y/o manufactura de una variedad de documentos manuscritos en soportes suaves o blandos -“papel” nativo, pergaminos y/o textiles- de diferentes formatos y contenidos diversos (Batalla Rosado y De Rojas, 1995).

Entre los primeros, “libros” y biombos plegables, tiras, lienzos, rollos y láminas principalmente (Martínez Muciño, 2015), y dentro de los segundos asuntos varios: almanaques adivinatorios; registros astronómicos, calendáricos y cronológicos de los sucesos míticos e históricos; genealogías y anales históricos de los señoríos o ciudades-Estado; anotaciones de fenómenos naturales como terremotos, sequías e inundaciones; farmacopea y conocimientos botánicos; listas tributarias y catastrales; y representaciones cartográficas o mapas (Manrique Castañeda, 1997; Helmke et al., 2017). [1]

Entre las regiones de Mesoamérica que desde etapas tan tempranas como los periodos Formativo Medio y Tardío (ca. 600 a.n.e 200 d.n.e) observaron el desarrollo de sistemas de escritura, la anotación de inscripciones jeroglíficas y la manufactura de registros escritos destaca por supuesto la zona oaxaqueña, el área maya y muy posteriormente, ya en el Postclásico Tardío, el altiplano del centro de México; en cuyos pueblos y comunidades de estos tres espacios la práctica de escribir-pintar mediante caracteres glíficos y un lenguaje gráfico paralelo se mantuvo vigente por casi dos siglos después del inicio de la conquista y colonización de las sociedades amerindias.

De esta suerte, el suroeste, sureste y centro de lo que ulteriormente devendría el amplio espacio geográfico novohispano se convirtieron en los focos de una producción documental y testimonial de tradición nativa del nuevo orden y la realidad colonial, corpus manuscrito que refiere tanto a las vicisitudes de un régimen ciertamente dramático y atroz, como también a los recursos ora creativos ora desesperados de las poblaciones autóctonas mesoamericanas por sobrevivir, o al menos resistir, a la dominación española.

Así, tanto los ajtz’ibo’ob mayas y los tlacuiloqueh nahuas, como sus colegas zapotecas, mixtecas, chocholtecos, otomíes y p’urhépechas entre otros (Romero Frizzi, 2001), se dieron a la tarea de confeccionar y pintar/escribir una variedad de documentos civiles [2] (Barlow, 1994) y/o legales [3] (Ruiz Medrano, 1999), y otras relaciones y crónicas de tradición indígena entre los que pueden citarse a) los libros manuscritos o así llamados “códices” de contenido calendárico y/o religioso [4] (Alcina Franch, 1992: 82-105); b) anales históricos y genealógicos [5] (Boone, 2000; Aubin, 1886); c) padrones catastrales y territoriales [6] (Williams, 1984; López Corral, 2011) y, d) una variedad de representaciones espaciales del territorio y el medio geográfico que bien pueden denominarse mapas [7] (Helmke et al., 2017; Mundy, 2012).

En este orden de ideas, el presente artículo [8]tiene como objetivo primordial hacer notar la continuidad de las prácticas escriturarias indígenas-mesoamericanas tras la llamada Conquista de México y la incorporación de estas sociedades amerindias al régimen colonial hispanoamericano; así como también situar este tipo de persistencias culturales dentro del desarrollo de una serie de estrategias nativas de resistencia activa y creativa ante el sometimiento violento y la dominación, subyugación y colonización de las formas de vida de los pueblos originarios de lo por entonces comenzó a llamarse la Nueva España.

Como objetivos particulares, se espera dar cuenta del interesante fenómeno de oposición a la opresión colonial verificado hacia el segundo tercio del mil-quinientos a través de la (re)escritura pictoglífica y alfabética (o ambas) de la tradición histórica propia -léase autóctona- entre los tlahtoqueh o señores de Tezcoco,[9] última capital prehispánica de los altepemeh acolhuas ubicada al oriente del otrora lago del mismo nombre. Además de atisbar también en los procesos históricos y las dinámicas sociales que auspiciaron y/o determinaron la continuidad de las practicas escriturarias y/o literarias[10] tradicionales y la asimilación de otras nuevas (las alfabéticas europeas) en los pueblos de indios de la región del Acolhuacan durante las décadas inmediatamente posteriores a la caída de Mexico-Tenochtitlan hacia el octavo mes del año 1521.

Atendiendo a estas consideraciones, las preguntas centrales a las cuales se busca dar una primera respuesta en esta pesquisa son: a) ¿De qué manera lograron pervivir las formas de escritura mesoamericana en la realidad colonial y hasta cuándo?, b) ¿Qué papel desempeñaron estas manifestaciones escritas/pintadas en la lucha de los “señores naturales” de Tezcoco por resistir ante el vertiginoso embate del proyecto colonizador castellano?, y finalmente c) ¿De qué manera se articularon la práctica de la escritura indígena en la historiografía de tradición nativa y la defensa de los derechos y las prerrogativas de la nobleza acolhua-tezcocana durante la etapa colonial temprana?

El ejercicio de la palabra escrita

Una de las características culturales y acaso uno de los atributos más notables de los pueblos indígenas de lo que ha venido en llamarse Mesoamérica fue la creación, desarrollo y utilización de diversos sistemas de comunicación gráfica y/o escritura.[11] Ciertamente, en el conjunto de áreas culturales que constituyen la amplía geografía mesoamericana se creó el único grupo de escrituras originadas fuera del Viejo Mundo (Farris, 1985: 48; Houston, 2004: 274), las cuales permitieron a las civilizaciones mesoamericanas la anotación y preservación de ciertos contenidos y tipos de información como los registros calendáricos, históricos y dinásticos, la narrativa mitológica y el pensamiento religioso, la representación del espacio geográfico, el inventariado del tributo exigido a las poblaciones subyugadas, entre otros aspectos.[12]

Aunque hay que señalar que la existencia y empleo de sistemas de escritura jeroglífica -al igual que algunos otros de los caracteres culturales comunes a los pueblos mesoamericanos enlistados por el célebre Paul Kirchhoff (2009) hace varias décadas ya- no puede verificarse ni en todas las (sub)áreas culturales de Mesoamérica ni en todas las etapas históricas de las civilizaciones preeuropeas, hemos de reconocer que el desarrollo de las prácticas manuscritas y el ejercicio del arte de escribir pintando[13] por parte de estos grupos amerindios, fue en efecto uno de los rasgos característicos y exclusivos de estas culturas antiguas (Kirchhoff, 2009: 8, 1).

Asimismo, el manejo de caracteres jeroglíficos y la existencia de libros manuscritos entre estas etnias llamó la atención de los españoles y otros observadores de la realidad amerindia desde aquel siglo XVI; portadores éstos -es decir los europeos- a su vez de una cultura escrita propia y de larga data, la alfabética latina, desde la cual rebatieron los más el valor de las “pinturas” y los “caracteres” de los pueblos mesoamericanos y el valor y la efectividad de estos “agudos artificios” como “sus letras” y “la escriptura que ellos [los naturales] antiguamente usaban” (Sahagún, 2008: 130).[14]

Como es sabido entre algunos de los especialistas de las civilizaciones prehispánicas y las culturas escritas mesoamericanas, desde alrededor del año 600 a.n.e y hasta bien entrado el siglo XVII (véase abajo), en casi todas las sub-áreas arqueológicas de Mesoamérica, en la Costa del Golfo, la zona oaxaqueña, la costa pacífica de Chiapas y Guatemala, el área maya y la altiplanicie centromexicana— se idearon, florecieron y desaparecieron diversas manifestaciones y tradiciones escriturales autóctonas a lo largo de poco más de dos milenios (Coe, 1976; Justeson, 1986; Velásquez García, 2010); entre las que figuran -para los fines de esta pesquisa- las escrituras jeroglíficas zapoteca, maya y nahua, algunos de los corpus jeroglíficos más tempranos de la Mesoamérica del periodo Formativo (zapoteca, maya), y uno de los sistemas de comunicación gráfica más conocidos -y discutidos- del México antiguo, el de los nahuas del Postclásico Tardío (ss. XIV-XVI).

Tanto la primera escritura zapoteca, la de los Valles Centrales de finales del Formativo Medio, aparecida ca. 600 a.n.e (Urcid, 2001; Oudijk, 2001), como la de tradición maya de Tierras Bajas, originada hasta donde sabemos en algún momento anterior al año 300 antes de la era común (Stuart, 2008; Saturno et al., 2006), ambas tradiciones escritas pues cuentan con una larga y antigua historia de desarrollo y ejercicio del discurso escrito, por una parte, y de la producción escrita y la práctica manuscrita por la otra. Como tales constituyen algunas de las tradiciones de escritura jeroglífica más antiguas del suroeste y el sureste mesoamericanos respectivamente, a la vez que dos de los sistemas de comunicación gráfica de mayor continuidad en Mesoamérica -milenarios en ambos casos- y dos de los corpus pétreos mejor documentados en términos arqueológicos e históricos, así como también historiográficos y epigráficos.

Del corpus escrito que ha sobrevivido en el registro arqueológico de estas dos áreas culturales, desde los monumentos e inscripciones zapotecas de los programas iconográficos de los edificios y los telones de fondo arquitectónicos de los sepulcros (Urcid, 2001), hasta la pintura mural, las estelas, los dinteles y los paneles jeroglíficos asociados a la arquitectura monumental maya del Clásico (Graham, 1975)— ha sido posible deducir, en conjunto con lecturas fonéticas e interpretaciones históricas de buena parte de estos corpora jeroglíficos, que uno de los antiguos usos sociales de este tipo de discursos escritos/pintados en los muros y los monumentos pétreos, estaba en la legitimación política de los gobernantes y señores -y algunas señoras- mesoamericanos dentro de un imbricado orden cosmológico y un complejo marco calendárico, esto en el contexto de la contienda por el poder y la guerra entre los señoríos indígenas (Marcus, 1992: XVII-XIX; Grube y Arellano, 2002: 38; Velásquez
García, 2010: 64).[15]

El manejo de los pigmentos y los pinceles y la pintura/escritura de los glifos entre los ajuxulo’ob y los ajtz’ibo’ob[16] mayas precolombinos estuvo en uso ininterrumpido por cerca de dos mil años (Grube, 1994: 1). Ninguna otra tradición escritural sobrevivió a través de tantas generaciones de lecto-escribientes y transiciones históricas: del Formativo Tardío al Clásico Temprano y del Clásico Terminal al Postclásico, perdurando tras el llamado “colapso de la civilización maya” de Tierras Bajas y hasta varias décadas después de la dilatada conquista española del área maya (Houston, 2011: 21). Por su parte, el tallado y pintado de las estelas y los textos jeroglíficos por parte de los escribas y escultores de tradición zapoteca prehispánica se mantuvo vigente entre el ca. 600 a.n.e y el siglo VIII de nuestra era, poco menos de quince siglos, tras los cuales perdió prestigio y fue reemplazada hacia el 900 d.n.e lenta pero firmemente por otra forma de lenguaje pictoglífico denominado “Mixteca-Puebla”
(Urcid, 2005: 5-8).[17]

Ambos sistemas de escritura, uno muy antiguo en Tierras Bajas y sobreviviente en la península de Yucatán, el maya yukatekano; otro, sustituido y al parecer relacionado con algunas escrituras mesoamericanas contemporáneas, el zapoteco de tradición mixtecopoblana, coexistían en la agitada Mesoamérica de los siglos inmediatamente anteriores a la invasión europea con otras tradiciones escritas -y orales, desde luego y desde siempre[18]– de pueblos como los ñudzahui o mixtecos, los hñäñu u otomíes y los nahuas, entre ellos los acolhua (en los cuales se centra esta indagación).

Tres manifestaciones regionales más de la escritura y la cultura escrita indígenamesoamericana del periodo Postclásico Tardío, que dadas las evidencias documentales del periodo novohispano temprano -se deduce- estaban en práctica a inicios del mil quinientos y sobrevivieron varios decenios más al trance de la conquista y la implantación violenta del sistema colonial hispanoamericano, sus regímenes de opresión y la imposición de un nuevo tipo de escritura, el alfabético latino.

Varias formas de escritura indígena-mesoamericana pues hacia el umbral del siglo XVI y la confrontación con el mundo occidental; de las cuales tres, la zapoteca tardía, la mayayukatekana y la nahua-acolhua, interesan ahora por su pervivencia y pleno ejercicio durante las primeras décadas de la instauración del régimen colonial. ¿De qué manera escaparon al trance sociocultural de la conquista y a la destrucción de las formas de vida tradicionales que significó el embate implacable de la colonización europea y el sometimiento violento de los pueblos mesoamericanos?

La continuidad de la palabra escrita

A diferencia de lo que pudiese pensarse inmediatamente, el mundo indígena mesoamericano no sucumbió ipso facto un infortunado día de agosto de mil quinientos-veintiuno; no desapareció de tajo, ni de la noche a la mañana (y en muchas realidades tradicionales en México y América Latina sigue vivo hoy día, aunque claro, transformado y/o trastornado). En este sentido, puede afirmarse que la “sociedad indígena [de raíz mesoamericana y su cultura] no fue destruida del todo con la Conquista. Sobrevivió varios años” (Lesbre, 2017a:180).

Si bien el establecimiento de la sociedad colonial de lo que ulteriormente devendría en la Nueva España efectivamente dislocó y trastornó la vida de las poblaciones autóctonas, trajo y provocó “una serie de transformaciones que afectaron la composición interna de los pueblos de indios” (Pérez Ceballos, 1999: 124), y por supuesto generó rupturas históricas y modificaciones inexorables en el ser/estar y el ethos amerindio— también motivó una serie de estrategias de resistencia por parte de la población nativa, que en más de una conciencia y acción individual y/o de grupo -ya fuese macehualtin o pipiltin- revelaron una negativa al avance, la conquista y el asentamiento de los castellanos, “una tenaz resistencia [y oposición] que se manifestó de múltiples maneras” (Lenkersdorf, 2004: 71).

Entre estas formas de resistencia, y como tácticas desesperadas de lucha colectiva, pueblos como los tojolwinik’otik (“hombres verdaderos”) o tojolab’ales y/o los ben’zaa (“gente de las nubes”) o zapoteca, esgrimieron

“el sitio, la negación del tributo, el levantamiento de trincheras en lugares inaccesibles, la emboscada, el incendio de pueblos, el asalto a poblaciones hispanas, y el asesinato de individuos que encarnaban el sometimiento o la opresión como los alcaldes mayores, encomenderos, frailes, etc.” (Huerta y Palacios, 1976: 8-9).

Actos violentos y agresivos, a la vez que recursos políticos dramáticos, “encaminados a reorganizar las relaciones entre las comunidades y los poderosos núcleos foráneos” o, a menos, “restablecer el equilibrio acostumbrado” dentro del contexto general de dominación y explotación de la población originaria (Taylor, 1987: 173). Pero igualmente, la oposición al sistema colonial por parte del indígena amerindio dio origen a una serie de estrategias rebeldes menos trágicas y agresivas dentro de las cuales la emulación, la apropiación, la reformulación y la negociación, entre otras tácticas, pasaron a formar parte del catálogo de respuestas y reacciones de los individuos y los pueblos mesoamericanos en su relación vertical para con las autoridades españolas (De Rojas, 2011).[19]

De esta suerte, el choque entre los proyectos colonizadores de la Corona castellana en la Nueva España y las formas de vida de las sociedades tradicionales mesoamericanas, motivó a su vez la confrontación de dos mundos -en términos políticos e ideológicos- y una serie de procesos de transformación, adaptación, negociación y componenda entre conquistadores españoles y conquistados amerindios; prácticas y adecuaciones que permitieron a unos ejercer el dominio sociopolítico y la explotación económica de la colonia y los colonizados, y a otros (nobles pero también macehuales) rechazar, resistir e incluso rebatir las relaciones de dominio colonial.[20]

Como bien ha reconocido G. Levi (1990: 11) al tratar de los sistemas normativos estables y/o en formación del Antiguo Régimen europeo, es justamente en los intersticios de estos constructos sociopolíticos donde “grupos y personas juegan una estrategia propia y significativa”, incapaz ciertamente de cambiar la realidad política o “impedir las formas de dominación” pero sí “de condicionarlas y modificarlas” en provecho de los dominados. Así, es posible plantear -como lo ha hecho el historiador italiano aludido- que en regímenes de subordinación el “comienzo del conflicto y contradicciones va acompañado de la continua formación de nuevas situaciones de equilibrio, inestablemente sujetas a nuevas rupturas” (Levi 1990: 11 y ss.).

Dentro de este marco interpretativo aplicado a la situación colonial novohispana y las relaciones de sometimiento/resistencia entre los castellanos y los indígenas mesoamericanos, puede proponerse de manera general que las manifestaciones y/o persistencias religiosas, ideológicas o materiales de tradición preeuropea conformaron parte de una “lógica de las acciones de los subordinados frente a una diversidad de formas de dominación social” (Chance y Stark, 2007: 204).

De esta suerte, la “retención de símbolos materiales de identidad de la comunidad”, las historias pintadas en los libros manuscritos de tradición nativa por ejemplo y/o elementos de la indumentaria indígena “como cinturones, tocados y huipiles, también pueden considerarse una forma de resistencia” (Chance y Stark, 2007: 214). Así, la continuidad de usos, costumbres y prácticas y la persistencia de “estilos locales frente a las relaciones imperiales” muestra signos materiales evidentes, así como “acciones locales independientes” que buscan mantener “una distinción cultural” (Chance y Stark, 2007: 212).

En este sentido, una de las estrategias que en particular los señores indígenas vasallos de la Corona española y los miembros de la élite indígena sobreviviente del periodo novohispano temprano empuñaron en defensa de sus privilegios y prerrogativas, así como en la conservación de su matriz cultural (Navarrete Linares, 2007: 99)— fue el constante afán que los tlahtoqueh y/o batabo’ob “indígenas […] manifestaron en certificar sus ascendientes en historias genealógicas y otras relaciones históricas, y con ello legitimar sus derechos” en el ejercicio del poder; como señores legítimos de las cabeceras, barrios y otras estancias en los pueblos de indios de la Nueva España (De Rojas, 2011: 438-439).

Si bien puede suponerse una continuidad del gobierno indígena en los pueblos de indios del espacio colonial novohispano hasta fines del siglo XVI[21] (Pérez Ceballos, 1999: 124), a partir de la década de 1550 la Corona española emprendió una ofensiva generalizada contra los señores indios y la población nativa en general del primer virreinato hispanoamericano -y también en el Perú (Assadourian, 1994)- que promovió: a) el endurecimiento de las políticas de expoliación de los recursos naturales, mineros y humanos, b) la reducción y congregación de la población nativa y su asentamiento en cabeceras, c) el impulso de “una mayor oferta de fuerza de trabajo indígena hacia las empresas de los europeos”, y d) el comienzo del cobro de tributo a los miembros de la élite autóctona y los linajes señoriales, que anteriormente habían logrado eludir la tributación (Assadourian, 1989: 427).

Es en este dramático contexto de abruptos procesos de maximización de la utilidad económica de las colonias americanas para la Corona, paralelo a un segundo periodo de despoblamiento indígena y grandes mortalidades de carácter epidémico, a la instauración del cabildo indio y la erosión de las bases económicas y sociopolíticas de los señoríos nativos, y a la “cristalización del sistema económico colonial” (Assadourian, 1989: 422; Pérez Ceballos, 1999: 125-126), que los gobernantes y la élite indígenas buscaron garantizar tanto su posición social en el seno local, el pueblos de indios, como en la administración virreinal y las estructuras coloniales imperantes.

Es así que en los altepemeh alrededor de la ciudad colonial de México, los yetze y ñuu en las regiones zapoteca y mixteca respectivamente del Marquesado del Valle de Oaxaca y los cuchcabalo’ob mayas en la provincia del Yucatán por ejemplo (Romero Frizzi, 2001:59), los dirigentes y miembros masculinos de la élite nativa se dieron a la tarea de confeccionar una serie de documentos genealógicos de tradición gráfica mesoamericana, esto es pictoglíficos,[22] en los cuales dieron cuenta de la historia de su linaje y el derecho ancestral que asistía su estatuto, ello con el objetivo último de legitimar sus prerrogativas y derechos como señores de la tierra ante el Rey y las autoridades virreinales (De Rojas, 2011: 439).

De manera semejante a como los gobernantes zapotecas, mayas y mixtecas de los periodos Clásico (ca. 200-900 d.n.e) y Postclásico (ca. 900-ss. XVI-XVII d.n.e) buscaron sancionar el ejercicio del poder a través de la narrativa jeroglífica y el recuento de su historia dinástica en vínculo con la mitología y la teogonía prehispánicas (véase p. ej. Florescano, 1994: caps. I y II)— igualmente los señores nahuas, otomíes y p’urhépechas, entre otros, de la segunda mitad del mil-quinientos -y décadas y siglos subsecuentes- pintaron en sus libros manuscritos la historia genealógica de su linaje o la historia fundacional de sus respectivas ciudades-Estado, y emprendieron la (re)escritura de su historia y la de sus colectividades o entidades sociopolíticas. Legitimando nuevamente el pasado como hicieran sus ancestros siglos atrás, pero en un contexto sociopolítico y cultural enteramente distinto (Navarrete Linares, 1999: 99).

Para mantener o mejorar su posición dentro del nuevo orden, pero también para resistir al olvido de su propia historia (centenaria en no pocos casos), los señores naturales y otros nobles indios sobrevivientes a la guerra, la peste y el hambre que caracterizó a casi todo el mundo indígena mesoamericano de las décadas inmediatamente posteriores a 1519-21 (Assadourian, 1989), únicos conocedores en época preeuropea de los conocimientos y rudimentos necesarios para escribir y también leer mediante caracteres glíficos y escenas pictográficas,[23] idearon, compusieron y pintaron/escribieron documentos tales como el Lienzo de Guevea I (1540, zapoteca del Istmo), el Árbol genealógico de la familia Xiu (1557- 60, maya-yucateco peninsular) y/o la Tira de Tepechpan (1596, nahua del Valle de México) por mencionar tan sólo algunos ejemplos.[24]

Mediante la elaboración de estas historias genealógicas y otros anales y documentos de tradición nativa, tanto los escribientes de textos jeroglíficos mayas como los amanuenses entrenados en la pictoglífica del centro de México y/o las regiones zapoteca y mixteca (Romero Frizzi, 2001: 58-59), extendieron el periodo de vida de estas y algunas otras formas de comunicación gráfica o escritura mesoamericanas, y conservaron el conocimiento del escribir-pintando mediante la asociación entre signos gráficos codificadores de la palabra e imágenes de función icónica (Dehouve, 2018: 47).

De suerte que, con base en testimonios escritos por cronistas -religiosos o secularesespañoles (p. ej. Torquemada 1975: vol. I, lib. I, cap. IX: 43 o Ciudad Real 1993: t. II: 392), así como en la producción manuscrita y la documentación pictoglífica conocida, conservada y catalogada hasta el momento (Glass, 1975), es posible asegurar que la práctica de las formas de escritura maya yukatekana, zapoteca-mixteca y nahua-acolhua, y el ejercicio de la palabra escrita entre los señores naturales y otros nobles indígenas, pervivió por lo menos dos o tres generaciones más a partir del periodo entre la caída de Mexico-Tenochtitlan y la serie de conquistas de otras regiones de Mesoamérica que se extendieron hasta mediados de la década de 1540 (Navarrete Linares, 2019; León Cázares et al., 1992; Lenkersdorf, 2004).

De manera similar a los khipu[25] andinos (Murra, 1981), estos tres sistemas escriturales de tradición mesoamericana y su (re)producción manuscrita se mantuvieron vigentes durante el primer siglo de dominación española (Noguez, 2002; Terraciano, 2013; Oudijk, 2000) e incluso hasta bien entrado el mil-seiscientos para el caso de los glifos mayas (Anders, 1967: 7-9; Thompson, 1988: 13-18; Bracamonte y Solís, 1996: 103-104; Chuchiak IV, 2004 y 2010). Es un hecho bien reconocido. Veamos ahora hasta cuándo lograron pervivir las formas de escritura pictoglífica entre los señores acolhua de Tezcoco, y de qué manera se articularon el discurso historiográfico tezcocano y la práctica de la escritura tradicional con otras formas y ejercicios de la palabra escrita.

La reinvención de la palabra escrita

A decir del especialista y estudioso de la historia tezcocana de origen francés Patrick Lesbre, entre la élite acolhua y los tlahtoqueh y/o tecuhtin[26] del Tezcoco del siglo XVI (véase Tabla 1) se observa una doble tendencia; por una parte, una paulatina europeización y por la otra, “cierta resistencia relativa a la religión o al mestizaje” suscitada a partir de la vertiginosa conquista del mundo mesoamericano (Lesbre, 2017a: 168).

Si bien es cierto que algunos de los gobernantes de Tetzcoco durante la segunda y tercera décadas del mil-quinientos mostraron una actitud afable e indudablemente aliada y/o vinculada a la empresa cortesiana de conquista y el consecutivo proyecto colonizador y evangelizador castellano (García Loaeza, 2017); también lo es que no pocos señores y capitanes y otros principales tezcocanos-acolhuas demostraron posturas ciertamente disonantes con la realidad colonial y la nueva religión (Lesbre, 2017a: 169).

Aunque ya desde tiempos de quien adoptase el nombre cristiano de don Fernando Ixtlilxóchitl, uno de los señores acolhuas aliados a Cortés durante la campaña en contra de la ciudad de Tenochtitlan y ulteriormente cacique de Tezcoco de 1525 a 1531, parte de la aristocracia tetzcocana abrazó la causa castellana y el cristianismo español (García Loaeza, 2017: 99-102), se tiene noticia también de algunos otros nobles y/o tecuhtin en la región del Acolhuacan que renegaron de los dogmas católicos y la buena nueva.

“[D]efensores emblemáticos de valores religiosos tradicionales indígenas” entre los que figuran personajes –“brujos” los llama Torquemada (1975-83: v. 3: lib. VI, cap. XLVIII)- de extracción nahua centromexicana como Don Andrés Mixcoatl, Don Cristóbal Papalotl,

Don Martín Ocelotl (Noguez, 2014: 54-55) -entre otros individuos no sólo masculinos quiero pensar- y, el caso más conocido, Don Carlos Ometochtli u Ometochtzin, también conocido como Don Carlos Chichimecatecuhtli, uno de los hijos naturales de Nezahualpitzintli, en franca rebeldía ante “la implantación del sistema colonial […] y la sumisión ideológica de los indios” (Lienhart, 2002: 194), a quien se atribuye haber pronunciado las siguientes palabras:

[¿]…quiénes son estos que nos deshacen, e perturban, e viven sobre nosotros, e los thenemos a cuestas y nos sojuzgan[?] Pues aquí estoy yo, y allí está el señor de México Yoanize, y allí está mi sobrino Tezapille, señor de Tacuba, y allí está Tlacahuepantli, señor de Tula, que todos somos iguales y conformes y no se ha de igualar nadie con nosotros; que esta es nuestra tierra, y nuestra hacienda y nuestras alhajas, y nuestra posesión, y el señorío es nuestro y a nos pertenece, y quién viene aquí a sojuzgarnos, que no son nuestros parientes ni de nuestra sangre y se nos igualan, pues aquí estamos y no ha de haber quien haga burla de nosotros […] (Proceso inquisitorial del cacique de Tetzcoco, 2009: 71).

Independientemente de la exactitud verbum ex verbo de la diatriba pronunciada por Don Carlos Ometochtzin, pero no así de las pugnas internas entre los descendientes de Nezahualpilli que desataron la persecución religiosa y política del acusado de “hereje dogmatizador” hacia finales de la década de 1530 (Lesbre, 2017a: 170; Noguez, 2014: 56-57; Lienhard, 2002: 194-199), el movimiento de disidencia y abierta resistencia religiosa de este rebelde nativo[27] bautizado pone de manifiesto que la conversión al catolicismo por parte de otros principales acolhuas-tetzcocanos no fue unánime ni mucho menos total (Lesbre, 2017a: 169; Madajczak, 2007: 171).

Confiscada su hacienda y otros negocios interesantes, así como las propiedades patrimoniales que como pilli y descendiente directo de la casa real tetzcocana poseía (Noguez, 2014), condenado por el Santo Oficio y las álgidas diligencias arzobispales, y llevado finalmente al patíbulo un día 6-Itzcuintli según alguna cuenta nativa ritual del tiempo y/o 30 de noviembre del año 1539 en la nueva ciudad virreinal de México (Lienhard, 2002:191)— es posible ver en los actos, discursos (públicos u ocultos) y pronunciaciones de este apóstata chichimecatecuhtli al adalid o “abanderado de un anticolonialismo radical y consecuente” (Lienhard, 2002: 191). Inmediatamente apercibidas como posturas y/o posicionamientos de alto riesgo por parte de los pipiltin tezcocanos (Noguez, 2014: 57) y otros indios principales de altepemeh vecinos podemos pensar, los señores y nobles del Acolhuatlalli optaron por seguir una estrategia de resistencia menos radical y arriesgada.

Tabla 1. Tecuhtin y/o señores indios de Tetzcoco Altepetl hacia los siglos XI-XVI (las diagonales indican intermitencia en el poder mientras que los guiones señalan continuidad; los signos de interrogación advierten dudas respecto a la cronología. Elaborada con base en datos provenientes de Alva Ixtlilxóchitl 1985: II: 7-263 y O´Gorman apud ibíd.: I: 88-116, así como de Lesbre 2017b y Madajczak 2007).[28]

Así, para evitar caer en desgracia como tantos señores naturales a partir sobre todo del segundo tercio del siglo XVI (Pérez Ceballos, 1999: 130-131) y para mantener o mejorar su posición dentro del nuevo orden colonial (Chance y Stark, 2007: 203; De Rojas 2011: 438), un número aún no precisado de autores indígenas en el seno del tlahtocayotl tezcocano -que no pueden ser otros que aquellos nobles que sabían pintar/escribir la tlacuilolli, y a partir de la introducción de la enseñanza del alfabeto latino por los franciscanos manuscribir mediante letras y textos en prosa (Lesbre, 2016: 47-56)— estos portadores de la(s) cultura(s) escrita(s) y no precisamente otros -sostengo aquí y por ahora- recurrieron al recuento de su pasado y la reescritura de su historia dinástica y sociopolítica, y presentaron los productos de esta labor historiográfica, esto es sus “pinturas” y otros documentos manuscritos pictoglíficos como prueba de los antiguos y legítimos derechos que los asistían ante los tribunales españoles (Ruiz Medrano, 1999: 46; Mohar Betancourt, 2014: 36, 39; Lesbre, 2017a: 168).

Admitidos como pruebas legales por las autoridades virreinales y el derecho indiano vigente hacia la primera mitad del mil-quinientos (Ruz Barrio, 2011: 172-180), los diversos géneros documentales y manuscritos de tradición nativa generados a partir de esta preocupación por parte de los principales y tecuhtin tezcocanos, es decir, la de perder poder, estatuto, bienes y/o propiedades (Lesbre, 2017a: 168; Noguez, 2014: 56-57), dan cuenta de uno los “modos y mecanismos de adaptación de los pueblos indígenas a la justicia colonial durante el siglo XVI” (Ruiz Medrano, 1999: 46), a la vez que de la recuperación temprana de un discurso histórico -e historiográfico- de origen autóctono en época ya novohispana articulado en torno a la historia genealógica prehispánica de los señores naturales y las ciudades-Estado o señoríos mesoamericanos (vid. p. ej. Navarrete Linares, 2011: 37-92); en este caso de los tlatohqueh y/o tecuhtin del Acolhuacan y sus altepemeh, cabeceras y barrios fundados siglos atrás (León-Portilla, 1978).

Ante a) la grave situación general de gran parte de la nobleza mesoamericana, la eliminación de los poderes y privilegios de los señores naturales y otros jefes y caciques nativos –“han venido todos en gran disminución” (Zorita, 1993: 45)-; b) el resquebrajamiento político y socio-territorial de los señoríos y pueblos de indios, y c) el establecimiento de un cabildo indígena afín a los intereses de los castellanos (Pérez Ceballos, 1999: passim; Assadourian, 1989: passim)— los señores y otros principales tezcocanos y acolhuas idearon y pintaron-escribieron (¿o comisionaron?) una serie de manuscritos pictoglíficos y otros documentos genealógicos, cartográficos y/o catastrales entre los que figuran el extraordinario Mapa o Códice Tlotzin[29] (Boturini, 1974: 125; Aubin, 1886) y/o la llamada “Genealogía circular de los descendientes de Nezahualcóyotl”;[30] por mencionar uno de los ejemplos manuscritos más conspicuos de la producción historiográfica pictoglífica tezcocana del siglo XVI y alguna otra “pintura” menos conocida que han sobrevivido al inclemente paso del tiempo y el saqueo del patrimonio documental texcocano.

Así, en el caso de aquel primer documento ahora conocido como Mapa Tlotzin (Spitler, 1998) o Historia de los reyes de los estados soberanos de Acolhuacan (Aubin, 1886), una larga tira ¿incompleta? de 127.5 cm de piel de alguna especie de cérvido probablemente (Mohar Betancourt, 2014: 39)— el décimo quinto gobernante tezcocano don Antonio Pimentel Tlahuitoltzin, cacique de Tezcoco entre 1539 y 1545 (Lesbre, 2013: 150), pintó-escribió -¿o solo comisionó? lo cual queda por determinarse aún Cfr. Lesbre, 2013:150, nota 53- en algún momento de dicho periodo de años una historia genealógica en la que trazó el origen chichimeca de los tecuhtin tetzcocanos y delineó la sucesión de los gobernantes prehispánicos de Cohuatlichan, Huexotlan y Oztoctipac-Tetzcoco, las tres capitales del tlahtocayo acolhua a través de poco más de dos siglos (Boone, 2000: 186-190).

En apretada síntesis de tan interesante documento y para los fines aquí perseguidos, puede decirse que de la cueva-monte de la sección central y/o lámina II de este manuscrito pictoglífico, se desprende una lista dinástica que incluye doce gobernantes (véase Fig. 1).

Seis tecuhtin o tlatoqueh precortesianos aparecen acompañados de sus consortes, desde Tlotzin Pochotl (e Icpaxochitl), pasando por Quinatzin, Techotlalatzin e Ixtlilxochitzin, hasta Nezahualcoyotzin y Nezahualpiltzintli. Todos ellos -y algunas de ellas- identificados por su nombre jeroglífico a la izquierda de la cabeza, como por las glosas alfabéticas asociadas (posteriormente según se piensa) a las y los personajes y las escenas pictográficas; y señalados a partir de Nezahualcóyotl por el equipal o estera sobre el cual se representa a estos señores indios, y también por el acompañamiento del arco y la flecha para señalar el carácter furtivo y el origen nómada de estos chichimecatecuhtin tetzcocanos (Mohar Betancourt, 2014: 37).

Figura 1. Lista genealógica de Oztoticpac-Tetzoco en el Mapa Tlotzin (lámina II). Se observan siete tecuhtin y seis señoras en línea recta más dos señores en la parte izquierda inferior; los tres caciques del periodo novohispano temprano restantes se encuentran en el extremo inferior derecho de la lámina I (tomada de Aubin, 2009; reprografía del autor).

Prosigue la lista con seis gobernantes más a partir de la irrupción española hacia otoño de 1519: Cacamatzin, don Pedro Coanacohtli, don Fernando Tecocolli, don Fernando Ixtlilxóchitl, don Jorge Yoyontli y don Pedro Tetlahuehuetzquítitl (García Loaeza 2017:101), predecesor inmediato del presunto autor de esta historia genealógica (cfr. Lesbre 2010: 231-232; véase Tablas 1 y 2). Al igual que sus ancestros Nezahualcoyotzin y Nezahualpiltzintli, los caciques indios del periodo inmediatamente posterior a la toma de Tenochtitlan también fueron representados sobre un icpalli o asiento con respaldo a la manera de los antiguos señores, pero ya sin arco y flecha y sin pareja femenina al frente. Lo que sí conservan ambos grupos de gobernantes es el antropónimo jeroglífico que identifica a cada uno de estos tecuhtin como a algunas de las mujeres y los lugares ahí representados, y es precisamente este el aspecto que por ahora interesa ver así sea de manera sucinta.

Poco más de veinte años transcurridos del comienzo de la invasión castellana a las costas y territorios de lo que hoy denominamos Mesoamérica, esto es unos cuantos lustros después del arribo de los españoles a lo que ya comenzaba a llamarse la Nueva España y apenas unas décadas transcurridas tras la profunda confrontación entre los pueblos amerindios y el mundo occidental y el advenimiento de una nueva cultura escrita; hacia el periodo de años en que probablemente pudo haber sido confeccionado el Mapa Tlotzin,[31] aproximadamente entre 1539-1545, el tlacuilo y/o pintor-escritor acolhua responsable de este manuscrito pictoglífico continúa utilizando la misma clase de signos, recursos escriturarios y reglas de composición observadas por los ajtz’ibo’ob mayas de los periodos Clásico y Postclásico (ca. 250-1527-47 d.n.e) y los tlacuiloqueh mexicah (Lacadena 2018: 143-146). Contemporáneos todos, es decir los escribas mayas y los amanuenses acolhuas y mexicas, al florecimiento político y cultural anahuaca durante al Postclásico Tardío-Terminal (ca. 1428- 1521 d.n.e).

De manera que en este manuscrito pictoglífico, y en algunos otros documentos coetáneos de manufactura tezcocana -por ejemplo el formidable Códice Xólotl y/o el célebre Mapa de Coatlichan)-, el amanuense ejecutor de esta pieza de historia acolhua (y algunos otros tlacuiloqueh) mantiene(n) viva en Tezcoco la práctica y el ejercicio de la palabra escrita de tradición nativa; a través de la pintura de escenas pictográficas y la escritura de caracteres glíficos que nombran lo representado y/o el locus de la composición manuscrita.

Así, en el caso de la primera lista genealógica aquí referida (Figura 1), el autor ha pintado una cueva/monte como lugar de origen a la que ha nombrado Oztoticpac[32] (Fig. 2a) y de la cual emana el linaje de los tecuhtin tetzcocanos y sus consortes principales; a quienes en su mayoría se ha nombrado mediante antropónimos jeroglíficos en los que se observa el uso de dos clases de grafemas: a) logogramas y/o signos-palabra, y b) silabogramas o fonogramas como complementos fonéticos (Figs. 2a y c). Así como al menos un mecanismo de abreviación de las palabras: la suspensión.[33] Signos, recursos y reglas escriturales identificados también en la escritura jeroglífica de la vecina tradición mexica-tenochca (Lacadena, 2008: 12-13).

Si bien es cierto que aún quedan por estudiar aspectos varios y otras particularidades de la escritura pictoglífica de tradición tezcocana y el sistema de escritura nahua prehispánico en general (Gutiérrez González, 2013: 25-26), con base en la lectura paleo-epigráfica de los nombres jeroglíficos de la lista dinástica aquí referida, es posible plantear que los tecuhtin y otros miembros de la élite acolhua sobrevivientes al trance de la conquista y la instauración del régimen colonial, conservaban aún en la década de 1540 el conocimiento de la tlacuilolli, ‘lo escrito, pintado’, ‘escriptura, pintura’ (Gran Diccionario Náhuatl),[34] y eran perfectamente capaces de manuscribir y también leer mediante caracteres glíficos en sus “pinturas” y/o libros manuscritos.

Tabla 2. Tecuhtin tezcocanos del segundo tercio del siglo XVI y sus antropónimos jeroglíficos en el Mapa Tlotzin (elaborado con base en Aubin, 2009: 79-81, y Lacadena y Wichmann, 2011).

Ahora bien, ¿hasta cuándo pervivió esta tradición pictoglífica entre los tlacuiloqueh de la región del Acolhuacan? Aunque dicha cuestión merece por sí sola de un estudio completo y un análisis ciertamente exhaustivo del problema y las fuentes históricas e historiográficas disponibles, es probable que la pintura-escritura de manuscritos pictoglíficos (o ya mixtos) y la tlacuilolli haya sobrevivido en Tezcoco, y muy posiblemente en otros lugares y/o Asimismo, la pieza documental de manufactura acolhua hoy conocida como “Genealogía circular de los descendientes de Nezahualcóyotl”, parece haber sido confeccionada entre 1550 y 1580, y exhibe aún las mismas formas de escritura pictoglífica preeuropea, así como también el uso de la indumentaria tradicional en la representación de las señoras y los señores de extracción indígena que en este manuscrito poco conocido parece prolongarse “como un artificio voluntario [e identitario] hasta la segunda mitad del siglo XVI” (Genealogía circular, s/f: s/p). En este orden de ideas, P. Lesbre (2010) ha estudiado un interesante caso dentro de un “larguísimo pleito entre Tezcoco y Atenco” en que los tezcocanos presentaron hacia el año de 1575 dos manuscritos pictoglíficos,[35] “lo cual permite documentar el mantenimiento del conocimiento de la escritura tradicional hasta esta fecha” (Lesbre, 2010: 231).[36]

No obstante, y dado que dichas piezas documentales parecen ser más tempranas, queda por determinarse aún si los escribientes de glifos de esta segunda mitad del milquinientos se encontraban en efecto transcribiendo su lengua y cultura indígenas y su historia oral mediante la elaboración de documentación y composiciones pictoglíficas exprofeso, es decir nuevas o inéditas. O sí, por el contrario, únicamente se encontraban copiando formas y fórmulas jeroglíficas que ya no comprendían del todo y por tanto eran incapaces de reproducir y también leer apropiadamente décadas adelante. Investigación futura habrá de arrojar luz sobre esta interesante cuestión.[37]

Pero no acaba ahí el asunto. Además de encontrarse re-escribiendo y pintado su historia en los libros jeroglíficos y otros manuscritos pictoglíficos, los tecuhtin y otros pipiltin tezcocanos emprendieron también la escritura de una historiografía de tradición mestiza o castiza y la elaboración de un discurso historiográfico en prosa a través de la escritura alfabética traída por los castellanos y enseñada por los primeros clérigos regulares en Tezcoco hacia la tercera década del 1500 a los hijos de caciques y principales indios (Lesbre, 2013: 145; Lesbre 2016: 47-52); futuros gobernantes y/o funcionarios al interior de los altepemeh, cabeceras y barrios del Acolhuatlalli y los pueblos de indios en general del Centro de México (Kobayashi, 2002: 175-185).

De manera muy semejante a como hicieron los batabo’ob y otros miembros de la nobleza y las castas sacerdotales mayas peninsulares hacia el katún de 1540-60 (Chuchiak IV, 2010: 88-89 y ss.; Bracamonte y Solís, 1996: 92-93), los tecuhtin tezcocanos asimilaron también muy pronto la cultura escrita de tradición europea, y desde esta forma de escritura alfabética de tradición latina acometieron igualmente la defensa de su poder y sus prerrogativas, títulos y funciones administrativas en la república de indios (Lesbre, 2017a:181-183).

Figura 2. Algunos ejemplos de composiciones jeroglíficas en el Mapa Tlotzin: 1.- Agrupación de signos en bloques a manera de emblemas (a y c), 2.- Utilización de logogramas en antropónimos (b y c), 3.- Complementación fonética (a y c) (detalles tomados de Aubin, 2009; reprografía del autor).

Resulta imposible estudiar a cabalidad aquí el interesante proceso de asimilación de los caracteres alfabéticos y las formas de escritura y los géneros documentales de tradición europea entre los también pintores/escribientes de la tlacuilolli, así como auscultar con la debida escrupulosidad el reforzamiento[38] de su posición social en el altépetl y su cabildo indígena con base en el aprendizaje, la apropiación y el ejercicio de un discurso escrito de tipo alfabético o textual y la diplomática castellana, como ha hecho por ejemplo J. Chuchiak (2010) para el caso maya peninsular.

No obstante, conviene por ahora tan solo hacer notar que algo de la cultura nativa, la palabra escrita y la historia preeuropea de los tlahtoqueh y/o tecuhtin acolhuas y sus señoríos, como la de otros señores naturales y/o pueblos de indios novohispanos como los ben’zaa y ñudzahui de Oaxaca (Oudijk, 2001; Terraciano, 2013) y/o los mayas yucatecos (Chuchiak IV, 2004, 2010)— pervivió en la Colonia gracias al dominio de un nuevo lenguaje gráfico o escrito, y la reinvención del discurso histórico, historiográfico y sociopolítico de los otrora amos y señores de las selvas y las altiplanicies mesoamericanas.

Al igual que hicieran sus ancestros precolombinos siglos atrás, pero en un contexto histórico y socioeconómico evidentemente distinto -no desconocido antes en Mesoamérica, pero sí más acuciante y ciertamente ajeno-, los caciques indígenas tezcocanos del segundo tercio del mil-quinientos y décadas subsiguientes recurrieron al recuerdo de su pasado dinástico y la memoria de su historia escrita para legitimarse políticamente ante un nuevo señor lejano y distante. De suerte que, si bien la contienda por el poder y la guerra entre los tlahtoqueh nativos habían cambiado de proscenio histórico y condiciones y objetivos, no así el antiguo uso social del discurso escrito/pintado entre los señores mesoamericanos como un arma política.

Por último, y antes de pasar a las consideraciones finales, no puedo dejar de mencionar que fue precisamente en Tezcoco donde se concibió y redactó hacia 1570, instigada por algunos franciscanos es cierto (Lesbre, 2017a: 189), aquella carta “en nombre de todas las provincias principales de esta Nueva España” en la cual los descendientes de los linajes de “México, Tezcuco, Tlaxcalla, Huexotzingo [y] Tepeaca” solicitaban el amparo del rey Felipe II y le contaban “sus necesidades y agravios” (Torquemada 1975 83: v. 2: lib. IV, cap. XXI). Escribiendo en su presente para mejorar el futuro, los señores y otros miembros de la élite indígena no olvidarían pronto su pasado, como tampoco extraviaron el recuerdo de su memoria y su palabra escrita ni la práctica de la tlacuilolli y la pintura/escritura de su historia local.

Consideraciones finales

Tras el caos originado por la conquista española y el sometimiento violento de las sociedades amerindias de lo que ulteriormente devendría en la Nueva España, una “muy gran confusión en todo” imperó a lo largo de estos años (Zorita, 1993: 43). No obstante, apenas transcurridos los primeros años de la instauración del sistema colonial y ante el avance intempestivo de las estructuras de dominación española, los antiguos señoríos y sus gobernantes y dirigentes, como los pueblos y barrios y los demás estamentos de las diversas sociedades mesoamericanas, reaccionaron de manera inminente ante la conquista, el despojo, la explotación y la destrucción de sus formas de vida tradicionales.

Si bien el mutis documental de gran parte de la población macehual del periodo novohispano temprano no permite seguir de cerca las estrategias de resistencia y adaptación de estos grupos indígenas al régimen colonial; en el caso de los señores naturales y otros miembros de la élite nativa es posible acercarse (dada la ingente documentación disponible a lo largo del periodo novohispano) al discurso público -y en ocasiones al oculto- esgrimido por los tlahtoqueh y/o pipiltin en defensa de su matriz cultural y su legado histórico. Conservar y preservar, así como resguardar y defender el pasado precolonial y la historia de su linaje y/o altépetl por parte de los tecuhtin y otros caciques tezcocanos (pero también mexicanos, p’urhépechas, zapotecas y/o mayas) no fue azaroso ni mucho menos un capricho de pretensiones historicistas, “fue el mejor modo para poder pedir mercedes o amparos a la Corona española, apoyándose [justamente] en ese pasado glorioso” (Lesbre, 2013: 150).

Indudablemente apenas se han logrado esbozar algunas de las líneas explicativas de este interesante fenómeno de resistencia y oposición al proyecto colonizador castellano a través de la preservación escrita de la memoria histórica entre algunos de los señores y las familias indígenas más prominentes de Tezcoco durante el segundo tercio del mil-quinientos. Sin embargo, hace falta aún ahondar en los mecanismos de adaptación e inserción de la cultura escrita de tradición mesoamericana en el contexto novohispano, así como profundizar en los procesos de asimilación a las formas de escritura traídas por los españoles y las consecuencias sociales y políticas de la alfabetización -para utilizar la expresión de C. Cunill (2008)- entre los tecuhtin y otros principales indios en la región del Acolhuacan hacia el siglo XVI.

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Pies de página

[1] Para algunos de los primeros estudiosos de la jeroglífica maya, por ejemplo, la escritura entre estos pueblos del sureste mesoamericano estaba consagrada principalmente al culto del tiempo, el registro de fenómenos celestes y a temas netamente rituales, y que en tanto jeroglíficos o escritura ocupada de lo sagrado “tenía poco efecto en la vida cotidiana” y/o mundana (Thompson, 1988: 13). Sin embargo, el progreso en el desciframiento y lectura de los cartuchos y textos jeroglíficos ha puesto de manifiesto que la escritura de tradición maya tenía también otros usos profanos tales como la rotulación de nombres y etiquetas en objetos personales (Coe, 2010:242); así como muy posiblemente la elaboración de listas tributarias, registros de transacciones económicas y probablemente la redacción de cartas personales y diplomáticas, apuntes manuscritos en soportes perecederos de los cuales no se ha conservado ningún ejemplo (Coe, 2010: 263; Thompson, 1988: 26-27) y que pueden imaginarse acaso, junto con la señalización de mapas y la mensura de áreas y cantidades, dentro de los usos seculares de la escritura jeroglífica maya (Thompson, 1988: 27-30). Así, es probable que también los asuntos pragmáticos de la escritura coexistiesen con otros géneros glíficos mayas tradicionalmente reconocidos: inscripciones históricas y proféticas, composiciones puramente literarias (dentro de las cuales se ubica la mitología, la épica y las canciones y recitaciones), textos religiosos y adivinatorios y anotaciones en cerámica que “constituyen por sí solos una clase aparte” (Coe, 2010: 263-266; Thompson, 1988: 18-34).

[2] Aquí podrían incluirse, entre otros, todos aquellos documentos que tuvieron por motivación principal la contabilidad del tributo exigido a los pueblos subyugados, como el célebre códice Mendocino (ca. 1541-42), el manuscrito conocido como Nómina de los tributos de los pueblos de Otlazpan y Tepexic (ca. 1550), o el c. Sierra (ca. 1550-64). La información de estas notas procede tanto de J. Alcina Franch (1992) como del sitio web para la consulta de documentos de tradición mesoamericana disponible en http://www.iifilologicas.unam.mx/wikfil/index.php/P%C3%A1gina_principal.

[3] Por ejemplo, el c. Osuna (1565), la Matrícula de Huexotzingo (1560) o el Memorial de los Indios de Tepetlaóztoc (1554).

[4] E. g. el codex Borbonicus (1541), el c. Telleriano-Remensis (ca. 1562-63) o el c. Porfirio Díaz (s. XVI).

[5] Véase el Lienzo de Tlaxcala, la Historia Tolteca-Chichimeca o el Árbol genealógico de la familia Xiu, todos de mediados del siglo XVI; o las Genealogías de los Señores de Etla y el corpus de manuscritos Techialoyan, ambos del mil-seiscientos.

[6] Por ejemplo, el c. Vergara (1545) o el c. Santa María Asunción (ca. 1545-75).

[7] E. g. el Mapa de la Ciudad y Valle de México (1550), el Mapa de Sigüenza (2da. mitad del 1500), el Lienzo de Misantla (ca. 1564) y/o el Lienzo de Quauhquechollan (1530), entre otros.

[8] Resultado a su vez del ensayo de investigación etnohistórica que realicé para el curso de Análisis del sistema colonial de la maestría en Historia del (CIESAS-Peninsular) durante el otoño del año 2020, y el cual se enmarca en un proyecto de investigación más amplio sobre la cultura escrita preeuropea de tradición nahua-acolhua y la caracterización del horizonte lecto escriturario de los escribientes tezcocanos hacia el umbral del siglo XVI.

[9] Tetzcoco, Tezcoco (Tescuco, Teztcuco, Tetzicoco) o Texcoco, de acuerdo con la ortografía común observada para referirse a la época antigua, el periodo novohispano y los dos siglos de vida municipal respectivamente (Lesbre, 2013: 140, nota 1).

[10] Entendida esta, es decir la literatura, no como aquel arte que tiene por objeto la expresión de ideas y sentimientos por medio de la palabra escrita, sino en la acepción del ensayista francés Roland Barthes (1986:120), para quien la literatura no es considerada como una categoría intelectual y/o estética, sino resultado de la mera práctica de la actividad escrituraria. En este sentido, el concepto de literatura -jeroglífica o mixta vid infraaquí empleado, más que un conjunto de composiciones escritas de reconocida calidad estética se refiere al cúmulo de saberes necesarios para escribir y leer mediante caracteres glíficos o alfabéticos (o ambos), lo que también podría denominarse “literalidad” o acaso “escrituralidad” en español, o schriftlichkeit en alemán (Grube y Arellano, 2002: 28).

[11] La escritura se define aquí como aquel sistema de registro de una lengua hablada por medio de marcas visibles convencionales grabadas o trazadas sobre un soporte material (Gelb, 1976: 13). En el estado actual de conocimiento se tiene noticia de casi una veintena de escrituras en Mesoamérica, algunas de las cuales -zapoteca temparana, istmeña o epiolmeca, maya, signos nahuas y mixtecas- han sido reconocidas como escrituras glotográficas, esto es representativas del lenguaje hablado (Velásquez García, 2010: 81-84), por lo que es posible que otros sistemas de comunicación gráfica mesoamericanos no descifrados aún reflejen igualmente las lenguas amerindias y las estructuras gramaticales de los diversos lenguajes de las comunidades de lectoescritores de tradición indígena-mesoamericana.

[12] Aunque no se conoce testimonio escrito alguno, es posible imaginar la existencia de cartas personales y diplomáticas, así como composiciones puramente literarias como la épica y las canciones y recitaciones entre las anotaciones y los documentos manuscritos de los pueblos mesoamericanos (Coe, 2010: 242; Thompson, 1988: 26-27).

[13] Como se sabe, el compuesto glífico maya que se ha leído como tz’ib (tz’i-bi, TZ’IB), al igual que el término nahua glosado hacia el siglo XVI por Fr. A. de Molina como tlacuilolli, hacen referencia tanto al ejercicio de “escribir” como al de “pintar” (Stuart, 1987: 1-8). De esta suerte es posible que esta dicotomía conceptual, siempre desde un punto de vista etic, indique quizá que los escribientes mayas preeuropeos -al igual que sus homólogos nahuahablantes- concibiesen su práctica escrituraria como una actividad dual (¿acaso complementaria?), y al producto de esta tarea manual una suerte de “iconotexto”, en el cual se entremezclan básicamente dos tipos de códigos de comunicación: los signos lingüísticos o el texto propiamente dicho y los elementos iconográficos y las escenas esculpidas y/o pintadas asociadas (Velásquez García, 2015).

[14] Hay que decir que la gran mayoría de los españoles -religiosos y seculares- que se ocuparon del estudio y registro de las formas de vida indígenas manifestaron escepticismo, ambigüedad o perplejidad al referirse a las pinturas y libros manuscritos y a las figuras, caracteres y jeroglíficos de los pueblos mesoamericanos (vid e.g. Rodríguez Zárate, 2017). El célebre jesuita J. de Acosta (2002: 382-387), por ejemplo, quien residió poco menos de quince años en diversas regiones del virreinato del Perú antes de pasar a la Nueva España hacia 1586, conoció de primera mano tanto los khipu andinos como las grafías jeroglíficas mexicanas y, aunque les negó la categoría de escritura a unos y la de letra a otros, reconoció el ingenio de los memoriales peruanos y la eficacia de los registros mexicanos.

[15] Si bien el uso político y propagandístico de la escritura en Mesoamérica fue una constante a través de la historia precolombina, desde las inscripciones de la época olmeca hasta los monumentos de la etapa mexica, esto no debe desvirtuar el hecho de que los sistemas de escritura mesoamericanos cumplían con otras funciones arriba enlistadas

[16] Escultores o grabadores y escribas o amanuenses respectivamente (T. Pérez Suárez, 2000: 60-61).

[17] Sobre esta discutida tradición estilística e iconográfica presuntamente pan-mesoamericana véase a modo de introducción H. B. Nicholson (1982) y/o P. Escalante Gonzalbo (2010, en especial pp. 35-60).

[18] En las sociedades y civilizaciones antiguas o tradicionales, el recurso de intercomunicación humana, así como el sistema de resguardo y acumulación de la información y la memoria del pasado más importante era, sin duda, la oralidad. En este sentido, entre las culturas prehispánicas de los Andes y Mesoamérica, y aún entre algunos pueblos indígenas contemporáneos en América Latina, la(s) tradición(es) oral(es) y la transmisión oral del conocimiento constituyen el medio principal para la preservación y la comunicación de la información (Navarrete Linares, 1999: 238-239). Aún con las deficiencias tecnológicas inherentes a las técnicas de transmisión oral y que se crea que la tradición oral es menos durable y confiable que la tradición escrita, el hecho es que en “los estados antiguos, incluyendo los de Mesoamérica, la tradición oral permaneció muy fuerte aun después de que se desarrolló la escritura” (Marcus, 2003: 85).

[19] A decir de J. Chance y L. Stark (2007), algunas de estas prácticas y estrategias fueron ensayadas por los señores mesoamericanos desde tiempos de las conquistas de la confederación anahuaca de la llamada Triple Alianza; fue precisamente a este conjunto de respuestas al que los nobles indígenas volvieron para hacer frente a las circunstancias del nuevo orden y mantener o “mejorar su posición dentro del imperio” pre y posteuropeo.

[20] Al igual que otros pueblos colonizados por diversas culturas en diferentes etapas históricas, las diversas sociedades indígenas mesoamericanas desarrollaron una serie de mecanismos culturales de resistencia ante la dominación colonial que, según J. Scott (2004), pueden agruparse en el discurso público y el discurso oculto. Reacciones y estrategias de resistencia las unas manifiestas ante las estructuras de dominación, como la rebelión y “la disidencia marginal al discurso oficial de las relaciones de poder” (Scott, 2000: 20), y otras, subrepticias y disfrazadas, prácticas cotidianas como el empleo del lenguaje autóctono y la conducta “fuera de escena” (Scott, 2000: 23-40). Dado que el sujeto de estudio de esta pesquisa recae en los tlahtoqueh o señores naturales y otros miembros de la élite tezcocana a través de la documentación escrita por estos tecuhtin y otros funcionarios del gobierno y/o el cabildo indígena poseedores del conocimiento necesario para leer y escribir mediante caracteres jeroglíficos o el alfabeto latino (o ambos)— considero aquí la legitimación política de los señores y la nobleza autóctonos vía las historias genealógicas y otros documentos históricos (anales y mapas) como una de las prácticas de resistencia abierta más sofisticadas del discurso público de los señores tezcocanos -y mesoamericanos- ante las autoridades coloniales. Con todo, es posible entrever en estos manuscritos y otros documentos pictoglíficos también un discurso oculto, tal como ha demostrado F. Navarrete Linares (2004) para el caso del códice Azcatitlán (ca. 1530) de filiación mexica-tenochca.

[21] Suposición que habrá de confirmarse o modificarse a la luz de nuevas investigaciones que comparen la continuidad de los sistemas de gobierno nativos en las diversas regiones de la amplia, entreverada y siempre fluctuante geografía novohispana.

[22]  Defino aquí como pictoglíficos a aquellos sistemas de comunicación gráfica mesoamericanos -que son la mayoría- que hacen uso tanto de signos gráficos o glifos representativos del lenguaje hablado como de imágenes o semagramas, las cuales son complementarias y paralelas al discurso escrito/pintado y que bien pueden denominarse semasiografía, pictografía narrativa y/o lenguaje pictográfico (Boone, 2000; Escalante Gonzalbo, 2010; Velásquez, 2012). Todas las escrituras indígenas de Mesoamérica comparten esta -y otrascaracterística(s), lo que sugiere un probable origen común y refleja “profundas conexiones históricas y culturales” (Stuart, 2015: s/p, trad. mía); la diferencia radica en la predominancia de uno u otro discurso, el escrito o el iconográfico, en la articulación del mensaje que se busca comunicar. Así, en los monumentos pétreos epi-olmecas y las inscripciones jeroglíficas mayas se privilegia el texto escrito (aunque casi siempre en consonancia con la iconografía generalmente asociada); mientras que en tradiciones de escritura postclásicas como la mixteca y/o la nahua se favorece un sistema de comunicación de tipo pictoglífico, en concordancia con una mayor profusión de escenas y/o composiciones iconográficas.

[23] Hasta donde suponemos el alcance o grado de extensión de la capacidad de escribir y leer entre los indígenas mesoamericanos fue siempre mínimo. Como se sabe a partir de los registros de varios cronistas españoles, la escritura e intelección de la escritura jeroglífica estaba restringida a los miembros masculinos de la élite y el sacerdocio, quienes supervisaban de cerca su enseñanza y difusión en los pocos centros de adiestramiento y producción de la cultura escrita (Thompson, 1988: 36; Tozzer apud Houston, 1994: 35).

[24] Información vía http://www.iifilologicas.unam.mx/wikfil/index.php/P%C3%A1gina_principal

[25] “Nudo” o “nudo según cálculos” en quechua, dispositivos hechos de cuerdas de algodón ampliamente usados por la cultura Wari-Tiahuanaco y la posterior civilización inca para el registro de valores numéricos y cálculos matemáticos con los cuales se llevaba la contabilidad y la administración del imperio incaico (Grube y Arellano, 2002: 53-54).

[26] Según me ha referido el Ing. Máximo D. Medina López, gran conocedor del pasado prehispánico, nativo de la comunidad de Acuexcomac, en la otrora ribera oriente del Lago de Tetzcoco— en lo que respecta al Acolhuacan, el título que los gobernantes designados heredaban era el de tecuhtli (Nezahualcoyotl designa a Nezahualpilli “cuando este apenas era un infante”), mientras que en el caso de no existir un heredero nombrado (como en el caso de la sucesión de Nezahualpilli hacia 1515) el gobernante era elegido mediante un “tlahtoca o consejo” que designaba un tlahtoani, no un señor o tecuhtli (comunicación personal octubre de 2020). Como se sabe, las leyes de sucesión en Tetzcoco, entre otros aspectos como la lengua (De la Cruz Cruz, 2014) y la escritura jeroglífica (Lacadena, 2008), se diferenciaban de los modos de sus vecinos mexicanos (Lesbre, 2017a: 178-179). De esta suerte, en el presente apartado se utiliza la variante tetzcocana de tecuhtin, plural de tecuhtli o ‘señor’ en vez de tlahtoqueh, plural de tlahtoani (cfr. Lesbre 2017a: 162, nota 4; así como Madajczak, 2007).

[27] Conservaba “ídolos” y un tonalamatl o libro mántico-calendárico “que dixeron ser la pintura o cuenta de las fiestas del demonio”, promovía la poligamia, condenaba la multiplicidad de oraciones y religiosos regulares, entre otras “posiciones heréticas”; al respecto véanse las interesantes actas del Proceso inquisitorial…(2009), publicadas en edición facsimilar hacia 1910 por Luis González Obregón (1980) y cuya documentación original se encuentra en el Archivo General de la Nación de México (en adelante AGNM), ramo Inquisición, vol. 2, exp. 10, ff. 242r-346v

[28] Como bien me ha señalado Ernesto Sánchez (comunicación personal noviembre de 2020), director del proyecto texcocoeneltiempo.org, fray Juan de Torquemada, en su Monarquía indiana… (1975-83: vol. I, lib. II, caps. V-LXXXVII) ofrece algunos datos diferentes respecto al listado de señores tezcocanos aquí referidos, mismos a los que también remito al lector interesado.

[29] Resguardado en el Fonds Mexicain de la Biblioteca Nacional de Francia con la signatura 373, este manuscrito formó parte de las colecciones del cronista castizo Fernando de Alva Ixtlilxóchitl y el célebre jesuita Carlos de Sigüenza y Góngora, así como también del Museo Indiano del caballero lombardo Lorenzo Boturini Benaduci y posteriormente del cleptómano documental de origen francés J. M .A. Aubin, de donde pasó a manos de otros particulares y finalmente a la mencionada biblioteca en Paris (Mohar Betancourt, 2014: 36). Existen numerosas copias y reproducciones, así como descripciones y estudios en bibliografía diversa. Aquí me sirvo sobre todo de la copia de las reproducciones litográficas a color que se incluyen en Aubin (2009), publicado originalmente junto con un análisis detallado de la narrativa histórica y los glifos y las glosas alfabéticas hacia mediados del siglo XIX; el presente ensayo se beneficia grandemente de esta edición y transcripción del documento como de su estudio pionero.

[30] Documento resguardado en la Nettie Lee Benson, Latin American Library, University of Austin, Texas. Se trata de una historia genealógica sobre una sola hoja de papel europeo que enlista poco más de 45 individuos (mujeres y hombres) a través de cinco generaciones; casi la totalidad de los personajes de este documento cuentan con su glifo antroponímico y todos, eso sí, se encuentran acompañados de glosas que transcriben sus nombres (véase Genealogía circular, disponible en http://bdmx.mx/documento/genealogia-circular).

[31] Para una contextualización más acabada de este mapa como un texto histórico véase S. Spitler (1998), así como E. Douglas (2010) para un análisis puntual del discurso colonial en el cual se inscribió y pintó-escribió este documento pictoglífico.

[32] La lectura de este topónimo es problemática. Si bien la anotación alfabética junto a este compuesto jeroglífico indica (Aubin, 2009: 65), el signo te sobre el signo-palabra para ‘cerro’, TEPE, señala que la palabra escrita aquí pudiera comenzar con la sílaba te-; no obstante, está es únicamente una posibilidad en la propuesta de lectura de este compuesto jeroglífico que por ahora desborda los propósitos de este ensayo. Sigo aquí las convenciones de transliteración, transcripción y traducción observadas en el análisis epigráfico de las inscripciones y textos mesoamericanos (Lacadena, 2018), entre estas:

  • Las transliteraciones de los signos se representan en negrita y separados-por-guiones indicando el orden gramático y sintáctico de la lengua escrita.
  • Los logogramas se escriben en MAYÚSCULAS en negrita.
  • Los silabogramas se escriben en minúscula en negrita.
  • Las transcripciones se escriben en itálica.
  • Los [corchetes] indican fonemas reconstruidos.
  • Las traducciones se escriben entre ‘comillas simples’.

En el caso especial de los compuestos jeroglíficos nahuas de los manuscritos novohispanos tempranos, muchos de los cuales tienen palabras y notas en caracteres latinos asociadas a ellos, llamadas glosas, éstas se encuentran escritas entre siguiendo la ortografía original. Igualmente, en la transliteración y transcripción de glifos nahuas observo la utilización de un alfabeto estandarizado, a saber: a, e, i, o, u, aa, ee, ii, oo, uu, ch, k, kw, l, m, n, p, s, t, tl, tz, w, x, y, ‘, (Lacadena, 2008: 4, nota 1). En la transcripción paleográfica de textos y glosas alfabéticas se respeta la ortografía original del llamado náhuatl clásico (De la Cruz Cruz, 2014).

[33] Supresión del último componente de la palabra, p. ej. KAKAMA, Kakama[tzin]; KOWA-NAKOCH, Kowanacoch[tzin].

[34] Véase supra nota 11.

[35] La descripción de estos documentos se encuentra en AGNM, ramo Vínculos, vol. 234, exp. 1, ff. 258r-263v.

[36] Según me ha hecho saber la epigrafista mexicana Laura Rodríguez Cano (comunicación personal octubre de 2020), estudiosa de las escrituras otomangues prehispánicas y coloniales de Oaxaca, “en varios expedientes [de la segunda mitad del mil-quinientos] relativos a tierras en donde los casos presentan sus pinturas o mapas, al menos los de la Mixteca Baja, se hace referencia a sus pinturas con jeroglíficos y caracteres y en otras se dice que se busquen hábiles pintores para hacer pinturas con sus figuras y caracteres”; en donde se observa un mecanismo judicial similar al tezcocano -y otros espacios novohispanos- por el cual las “pinturas” y los “caracteres” pervivieron también en la primera etapa colonial entre los pueblos de indios oaxaqueños mixtecos (y zapotecas, chocholtecos, entre otros) (Romero Frizzi, 2001; Oudijk, 2000).

[37] En algunos de los antropónimos jeroglíficos aquí transcritos por ejemplo, la lectura resulta incierta por el momento. Esto puede deberse a que algunos de los signos involucrados en la composición glífica carecen de lectura comprobada (p. ej. TEKOL para Tekokoltzin y/o el signo ¿logográfico? de “piernas flexionadas” para don Jorge Yoyontzin, véase Tabla 2, 3ª y 5ª fila); o a que el escribiente de estos compuestos jeroglíficos estuviese transcribiendo grafemas y/o composiciones acaso incorrectas. Me inclino por la primera posibilidad como hipótesis de trabajo, pero la factibilidad de ésta sólo será desiderátum producto de una revisión más amplia del corpus jeroglífico manuscrito.

[38] Ambas palabras en cursivas figuran entre las estrategias de los oprimidos señaladas por J. Chance y L. Stark (2007: passim).